Columnas

Una columna muy vieja

La nada cotidiana


Recuerdo el terror cuando retiraba el paño lenci que cubría las teclas del piano: “Ahí adentro hay música y tiene que salir de mi”, decía esa niña. Tampoco me olvido de la seguridad secreta con que les daba nombres absurdos a las notas, para evitar el hastío. Algo debió ocurrirme, ya que años después escribí, con delirios de grandeza: He perdido casi absolutamente la curiosidad por el mundo.
Y sin embargo, muero por saber a qué hora nacerá el primer brote de una azalea; cómo vendrá la próxima desilusión; al salir del trabajo, ver que el cielo es azul todavía. Algo debió ocurrirme; cansancio quizá, simple cansancio. Ese que Oliverio Girondo expuso como ninguno. Otra persona sabia dijo que lo opuesto a la vida no es la muerte sino la nada.
Miro el vestido del mundo totalmente manchado de semen abyecto, decrépito; los diarios dicen que la invasión a Irak es sólo una metáfora; veo los rostros de la gente arrasados por la desdicha. Harta, cansada de alguna tipografía hueca – que suelo revolear por el piso o la bañadera, según el caso, como acto de exorcismo -, necesito el misterio y el asombro que sólo encuentro en ciertos libros o en conversaciones sueltas, hasta en alguna mala película que, por milagro, contiene eso que me deslumbra. Ese misterio y ese asombro también se dan a la noche, muy tarde, cuando mis hijos duermen y escucho su respiración, tosiendo de a ratos, girando, despatarrados, hacia un lado de la cama. Duermen y respiran.
Ahí suelen aparecer las brujas de Rimbaud, que dictan: “A dónde iré a parar, qué paño lenci cubrirá mi pavor a la nada”. Y entonces me río, ya sin sarcasmo, casi diría con piedad, de tanto horror suelto, tanto fuego de artificio; me río de mí, y creo que me salvo. Pero no.
Una veterinaria de otro barrio me incluye en su mailing y promociona sus servicios (¿cómo saben que tengo un gato?, ¿cómo saben dónde vivo?); Internet posee un casillero, perfectamente vacío, con mi nombre en clave; los estudiosos dicen que también es una metáfora. Todo esto es más grave que el eterno retorno. Ahora quisiera destruir esa nada, y así, me veo tal como soy; el verde chillón de paño lenci que cubrió un piano no es sólo pavura ni nostalgia; es el anhelo que pide, siempre, desde niña, no la misma canción: una música distinta, esa armonía.
Artículo aparecido en el suplemento Cultura y Nación del diario Clarín del día Domingo 07 de marzo de 1999. Agradezco al blog Biblioteca de viejo que publicó gentilmente estas líneas.
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FAN > UN ESCRITOR ELIGE SU ESCENA DE PELICULA FAVORITA

Página 12, Radar, Domingo, 14 de septiembre de 2008

El cazador es un corazón solitario
Por Irene Gruss

Ni la imborrable escena de Blade Runner, cuando el replicante habla para sí con una paloma entre sus manos (“He visto cosas que no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”); ni la que me marcó durante muchos, muchos años: el final de Muerte en Venecia; ni siquiera el monólogo de Marlon Brando en Apocalipse Now! Tampoco la despedida en Romance del Aniceto y la Francisca: solamente la luz de Favio y el “chau”; o la primera escena en la pileta de La ciénaga. Elijo otro final, que no es sublime, pero me alcanza: el de Cazador blanco, corazón negro, de Clint Eastwood. Más que el respetuoso homenaje a John Huston cuando Huston filmaba La reina africana, Eastwood me ha dado con este film unas cuantas clases de ética, filosofía y, de paso, cine. La escena es sencilla, no tiene efectos especiales, ni algún que otro típico golpe bajo que en su filmografía, a veces, ocurre. En Cazador blanco, corazón negro, John Wilson –ése es el nombre que Eastwood le puso al protagonista, alter ego de Huston y quizá de sí mismo– arrastra a sus actores (que a su vez interpretan a una posiblemente ridícula Katharine Hepburn y a un Humphrey Bogart creído), al guionista, al productor, al equipo técnico entero del rodaje de una película, a una filmación que es, en verdad, una larga espera de que ocurra lo que, al parecer, le importa más que la propia película: cazar un elefante. El mismo Huston habla sobre ello en sus Memorias y Clint Eastwood lo incorpora: “Es el único crimen que está legalizado: no es un delito, es un pecado”, dice. Hay algo de sagrado en esa misión personal que Huston siente que se le impone, algo sagrado que los guías africanos comparten: cierta conciencia de la debilidad y la condición del hombre. Pero antes debe soportar presiones y avatares varios, actitudes y conversaciones del entorno que no sólo se oponen a su “cacería”. Por otro lado, Eastwood ha desacralizado y hasta “suavizado” a John Huston, y quienes ven en él un Hemingway más (hablo de estereotipos), creo que no se han fijado bien en el trabajo artesanal de Eastwood para quitarle la imagen machista y brutal que suele acompañar a Huston. Por eso, es posible identificar a Eastwood con Huston, principalmente en lo que hace a su relación con el cine comercial: porque así como a Huston, en su momento, parecía importarle muy poco su película, también Eastwood tuvo que pasar por toda la serie de Harry para poder filmar lo que realmente quería. Como si Eastwood mismo mostrara, desde aquel Harry de los ’70, lo que lo ha llevado hasta esa escena final que ya cuento. Cuando le avisan a Wilson que por fin ha aparecido el animal al que él esperaba matar, él abandona el set de filmación y se lanza a la jungla. Y entonces tiene lugar una escena feroz: en la expedición de cacería, cuando el elefante está por atacar al equipo, el hijo de uno de los guías se lanza contra el animal, dando la vida por todos los demás. El personaje de Eastwood se queda mudo, horrorizado, y emprende su regreso. Lo que tanto me conmueve de esta transformación del protagonista que ocurre sobre el final tiene que ver con la relación entre vida y arte: se trata de un personaje que tenía tanto respeto por la vida como por su oficio, en el sentido en que se dice que lo tenía Huston, quien pertenecía a esa clase de seres –al estereotipo de esa clase de seres– que viven la vida pasionalmente. Y un hombre como el director de La reina africana, como Wilson, un hombre que sentía que ya lo había visto todo, de pronto se da cuenta de que no es esa clase de hombre. Sabe que él no podrá ser como ese niño que dio su vida; Wilson es un hombre occidental y su relación con la naturaleza no llega tan lejos. Y vuelvo a Muerte en Venecia, entonces: si aquella era una película sobre la idealización de la belleza por un adolescente, sobre como un intelectual tiene perfecta conciencia de que jamás podrá acceder a esa belleza; Wilson es lo contrario, un hombre con una relación pasional con la vida que detesta a los intelectualoides, y que en esa escena fatal se topa con una barrera, se encuentra con aquello que él no es, aquello que jamás podría hacer. Luego de haber sido espectador de la muerte de ese guía que da la vida por todos, Wilson cruza la villa entre el ruido de los tambores que anuncian lo ocurrido, y se dirige al set de filmación. Nunca me canso de lo que sigue: no hay un “qué va a pasar ahora”; lo que sigue parece nada. Quizá sea por eso que la elijo, porque no es colosal, ni mágica, ni me deslumbra como las que mencioné al principio. Como quien dice “yo no sé nada de la vida”, fuera y dentro de la jungla, horrorizado todavía por el poder del elefante, John Wilson llega al set, toma asiento en su sillón de director, pide luces, silencio y, sólo al final, en el eterno final, con un gesto que podría ser seguro o incierto, de cansancio o de sabiduría, la lente cerca de él, aturdido o lúcido, ordena de una vez lo único que importa ahora: acción.
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Mi madre, férrea militante de izquierda, solía decirnos que Miguel Hernández era feo pero también, y sobre todo, un gran poeta. Que tener en cuenta su fealdad era de superficiales. Franco lo mandó a la cárcel, quiso separarlo de su familia y de sus compañeros republicanos para que sufriera las torturas y el castigo por leer sus poemas en las calles, al pueblo todo. 
Por esa época, nunca me quedaba muy en claro la anécdota de cuando escribió “Nanas de la cebolla” a su hijo, a quien le habían salido cinco dientes. Esto era complejo; antes de leerlo, mi madre debía explicarnos que la esposa del poeta había quedado sola y tan pobre después que lo apresaron, que le daba al hijo jugo de cebollas para alimentarlo, o bien era ella la que comía cebollas y después lo amamantaba pero, a pesar de todo, le habían salido dientes, señal de que estaba creciendo. Todo esto se lo contaba al marido en una carta que le envió a la cárcel de manera clandestina. Y lo que intentaba decir Hernández ahí, seguía el relato, es la injusticia por la que estaban pasando y que la vida iba a vencer y no la muerte como pregonaba Franco. Mi madre agarraba un pañuelo anticipándose al llanto seguro que vendría al final, y luego nos leía el poema entero.
Un maestro exigente y amoroso
Hasta aquí, mi vivencia de cómo fue presentado el poeta en nuestra casa. Los libros de Losada, recuerdo, pasaban de mano en mano tanto o más que un Billiken. A decir verdad, lo que me conmovía o lo que prefería de ese poema no era sólo la historia que llevaba detrás sino cómo formaba cada metáfora o cada imagen; no era el empalagamiento nerudiano ni el casi surrealismo de Lorca; yo sentía por primera vez que no se dibujaba ni se vestía a las palabras: se decía. Miguel Hernández buscaba precisar, y significar con cada una de ellas: “La cebolla es escarcha / cerrada y pobre”, dice, o: “Vuela niño en la doble / luna del pecho / él, triste de cebolla, / tú satisfecho. / No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre”.
Con los años, mi relación con la poesía de Hernández se fue haciendo más intensa, una conversación entre un maestro exigente, no por ello menos amoroso, y una que empezaba a garabatear alguna que otra emoción análoga. Era, lo sigue siendo, como el que da el alerta cada vez que aparecía la cosa fácil, la repetición, lo falso.
En 1972 saludé la idea de Joan Manuel Serrat de musicalizar sus poemas, y aún hoy me cuesta separarlos de la melodía que Serrat les puso (o Alberto Cortez, en el caso de “Nanas…”). Creo que hay un antes y un después de ese disco para el lector de habla hispana. O, mejor dicho, me pregunto cuántos lo leen además de haber escuchado ese homenaje. 
Si bien mi generación no escapó a la noble politización de la poesía de Miguel Hernández, creo que sí lo hicieron las generaciones siguientes; así como también desconozco cuál será la vivencia de éstas, o si conseguirán tamizar no sólo la ideología o su sonoridad. Del entusiasmo con que empecé estas líneas a la vana pregunta de por qué hoy se leería menos al poeta, es un trecho que puede explicarse con mil y un argumentos. Hernández leía sus textos subido a tarimas o barricadas; hoy la gente y los poetas en general suelen arrimarse a Google y curiosear no más de diez poemas. O no. O escucharán el nuevo disco de Serrat, en conmemoración del centenario de su nacimiento. “Umbrío por la pena, casi bruno / porque la pena tizna cuando estalla”; así siento yo también la pérdida de este gran poeta. Y me animaría a repetirle, como a un niño, entre otras tantas cosas: “No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre.”

Diario Clarín, 30 de octubre de 2010
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 “Es la tarde y está lloviendo con sol. Mi madre no tuvo reunión del Partido. De repente aparece en el comedor con el Canto general y se pone a leernos otra vez “Margarita Naranjo”. Empieza tranquila: “Estoy muerta”, y sigue. Y ya sé que cuando llegue a la parte más tremenda ella va a flaquear y va a llorar hasta el final. Lee y para: “Yo lloro”, dice, y sigue. Selva mira por la ventana. Mi hermano se seca los ojos con el pulóver y mueve una pierna como un lavarropas, hace temblar la madera del piso. La verdad que, menos mi hermano, cada una está en cualquier otro lado. Hasta mi madre que se apareció de repente de la estratosfera y se pone a leer, como de lejos. Cuando termina, le pido que lea otra cosa, ese de “piedra en la piedra, el hombre dónde estuvo”. Pero se levanta y dice que después. Después se arrepiente y lo lee, así con la voz o la cabeza como desde lejos pero lo lee entero. Selva se volvió a la pieza repodrida. Todavía no para la lluvia, hay aguaciles, ya deben estar los sapos en el jardín. Neruda me gusta pero a veces cansa. Va a llover tres días seguidos así.”
De Una letra familiar (bajo la luna editorial, 2007)
Criada en un hogar de fuerte raíz de izquierda, Neruda ha sido una de las lecturas fundamentales durante mi infancia y la adolescencia. Intenté volcar la vivencia de esas tardes de lectura en la nouvelle Una letra familiar, de la que doy nota en el fragmento que antecede estas líneas.
De los años ’60 a los ’80, la influencia de Neruda y la de César Vallejo partía en dos, como si se opusieran, la escritura de poesía en Buenos Aires, cosa que no ocurrió, afortunadamente, con los poetas de las provincias.  Gelman usó los “huesitos” de Vallejo mientras que otros, al decir de Gonzalo Rojas, preferían la “escritura nasal” de Don Pablo. El imaginario nerudiano llegó a empalagar incontables cartas de amor; a chorrear, a la manera de Jackson Pollock, panfletos y bravatas de militantes; incluso, a suplir la poca voz propia de muchos de los que nos iniciábamos en las letras. Hoy, esta pugna sería inconcebible para algún poeta joven porque, como dicen algunos, el lirismo ha muerto y la poesía con mensaje social también. Aun así, su libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada es más leído que Borges, por ejemplo, o que Cucurto, por dar otro, y creo que ninguno asumiría su formación sin haber paseado al menos una vez por el entero y único Residencia en la tierra. El mito Neruda está insertado en nuestra biografía literaria, para bien y para mal; y eso no es insoslayable.
Diario Perfil, 9 de octubre de 2011