miércoles, 8 de diciembre de 2010

ADELANTO

EL ESGUINCE
Irene Gruss

esguince.
(Der. del lat. vulg. exquintiāre, desgarrar).
1. m. Torcedura violenta y dolorosa de una articulación, de carácter menos grave que la luxación.
2. m. Ademán hecho con el cuerpo, hurtándolo y torciéndolo para evitar un golpe o una caída.
3. m. Movimiento del rostro o del cuerpo, o gesto con que se demuestra disgusto o desdén.

La veo venir desde la esquina, tomada del brazo de su hermana. Yo en la puerta fumando para rajar de la familia y a la vez esperar tomando el fresco, angustiarme solita como dios manda, ver de qué lado podrían llegar o aparecerse. La ambulancia las dejó en la esquina de Rawson, a expreso pedido de mi madre, “así caminamos un poco”. “¿Va a poder?”, cuenta después que dijo el camillero. ¡Faltaba más!, le respondió, y ahí se acercan las dos, como quien viene de la plaza. Cerca de la medianoche avanzan, una rengueando y la otra con dos paraguas en una bolsa medio rota. ¿Qué hacés acá?, ¡Viniste!, grita mi madre, y yo la abrazo.
***
Mi madre, sentada en medio del comedor, rodeada de la parentela, pregunta para qué tanto lío con el hielo si estamos en su cumpleaños.
Como la fecha no es la indicada, nadie abre la boca; Juana va y viene con una palangana mientras yo saco cubitos de la heladera y renuevo el agua puteando por lo bajo. Mi tío Pedro lee o hace que lee ensimismado y Clarita dice que se va, que es tarde, no va a molestar a la caída. “¿La caída?, ¡pero qué se cayó ahora!”, mi madre espeta. “Nada, vos callate”; ésta es la voz de mi tía Alicia, la mayor, mientras muerde uno de sus canapés y acota: “Hay que terminarlos; coman, che”.
***
¿A santo de qué la arbitraria comparación de lo del esguince con la caída del Muro de Berlín?, ¿metáfora o alegoría?, ¿diatriba o elegía? Tiempo al tiempo. Nada se mueve ni cae porque sí. Mucho menos si se habla de absolutos mármoles, ladrillos que el Hombre ha construido, en pos de proteger ¿un sueño, una ilusión, el frenesí? La vida es sueño, y las ideas caen solas, no así una madre que dice, acaba de decirme, que el diario no se compra más en esta casa. Bien por ella, pienso, mientras veo La Nación del día de la fecha sobre la mesa. Para qué –agrega–, ¿para hacerme malasangre?; de ninguna manera, yo ya le di al Partido lo que le tenía que dar; ahora que vayan ellas.
¿Ellas?, ¿por qué mi madre dice ellas? “¿De quién hablás?”, pregunto.
—¡De quién va a ser, de ellas, las funcionarias digo! Yo ya fui, hice todo lo que tenía que hacer; ahora que vayan y le protesten a Montoto porque se acabó la fiesta. El oro de Moscú, je. Se lo llevó a la tumba Stalin, dios me libre. Tanto sacrificio… ¿Y ahora? Ahora que se arreglen.
***
Debo dar apenas una aproximación, una mera o mínima idea sobre el modo en que mi madre me ha ido formando. La imagen nunca fue la de dos personas sentadas que charlan normalmente; por el contrario, ella insistía en hacer al mismo tiempo algún trabajo, a fin de demostrar que la quietud no es posible, que el tiempo no se despilfarra. Así me hablaba entonces mientras pegaba tela adhesiva a la manguera para regar el pasto o se subía a la mesa, plumero y trapo en mano, a desempolvar los caireles de la araña. Sus palabras, más que nada, eran axiomas, apotegmas, por demás confusos, quizá para poner a prueba mi capacidad de abstracción desde niña. “Dios no existe; Papá Noel no existe; los Reyes Magos tampoco. Son los padres”; así afirmaba. En consecuencia, fui aprendiendo a formular preguntas como: “Y si son los padres, por qué no me comprás el regalo y listo”; solución de inútil resultado que fui archivando a medida que pretendía ahondar acerca de la existencia. “Tu padre es un hombre frustrado; heredó la mueblería, menos mal, para parar la olla, pero de comerciante no tiene nada”. Esa era otra de sus enunciaciones que solía hacer cada tanto, con un tono piadoso; así como la colosal “Si yo milito es por vos; porque si todos tienen un mundo mejor, vos también lo vas a tener; y si yo no estoy en casa es precisamente para hacer el bien a todos”. Era un razonamiento loable, sobre todo cuando la criatura que lo escucha no sólo no entiende qué concepto será “un mundo mejor”, sino que apenas acepta eso de hacer el bien a todos. Porque, veamos, un médico va, arregla un hueso, hizo el bien y vuelve a su casa lo más pancho; ¿pero cómo se hace un mundo? ¿Qué bien hará mi madre –piensa años más tarde la criatura– cuando ella dice que hoy tiene reunión de célula así que no la hinche? ¿Qué parte del mundo será el Comité Central, del que habla como si se tratara de la cima del Himalaya?
***
El modo de acercamiento y/o contacto que mi madre efectuaba venía casi siempre acompañado de algo que traía en su mano derecha, según mi edad y la ocasión pertinentes. En la etapa escolar, solía aparecerse con una botella de querosén, infalible remedio para erradicar piojos y liendres, lo que podía alternarse con un buen chorro de agua fría en la nuca, a fin de eliminar a un mismo tiempo berrinches o pataletas, considerados, ya en esa época, como simples llamados de atención. Mucho más adelante, el folleto de Evanol, baluarte de una educación sexual precoz pero no menos instructiva, actuaba como catalizador de un diálogo difícil de transcribir. En síntesis, recuerdo cómo apretaba una servilleta cuando me explicaba que tanto la menstruación como el coito eran fruto de la Naturaleza, y que este último sólo podía ser practicado bajo los influjos de un amor seguro, estable, definitivo. Según el discurso de mi madre, dicha seguridad iba a marcar un estado de alerta ante el degenerado que quisiera aprovecharse o, por fin, ante el amor verdadero; “una se da cuenta”, decía, y cerraba el folleto.
El objeto más contundente era el Canto General de don Pablo Neruda, que implicaba buena parte de la tarde de un sábado a la lectura oral de sus poemas, especialmente el inefable “Margarita Naranjo”, que ya copio debajo de estas líneas. Dicha lectura era interrumpida más de una vez por el llanto de mi madre, momento en el que yo aprovechaba, con la excusa de ir a buscar más pañuelos, para pasar por la cocina y morder un pedazo de queso, o más bien me demoraba mirando por la ventana cualquier cosa que estuviese viva:

“MARGARITA NARANJO”


Estoy muerta. Soy de María Elena.
Toda mi vida la viví en la pampa.
Dimos la sangre para la Compañía
norteamericana, mis padres antes, mis hermanos.
Sin que hubiera huelga, sin nada, nos rodearon.
Era de noche, vino todo el Ejército,
iban de casa en casa despertando gente,
llevándola al campo de concentración.
Yo esperaba que nosotros no fuéramos.
Mi marido ha trabajado tanto para la Compañía,
y para el Presidente, fue el más esforzado,
consiguiendo los votos aquí, es tan querido,
nadie tiene nada que decir de él, él lucha
por sus ideales, es puro y honrado
como pocos. Entonces vinieron a nuestra puerta,
mandados por el Coronel Urízar,
y lo sacaron a medio vestir y a empellones
lo tiraron al camión que partió en la noche,
hacia Pisagua, hacia la oscuridad. Entonces
me pareció que no podía respirar más, me parecía
que la tierra faltaba debajo de los pies,
es tanta la traición, tanta la injusticia,
que me subió a la garganta algo como un sollozo
que no me dejó vivir. Me trajeron comida
las compañeras, y les dije: “No comeré hasta que vuelva”.
Al tercer día hablaron al señor Urízar,
que se rió con grandes carcajadas, enviaron
telegramas y telegramas que el tirano en Santiago
no contestó. Me fui durmiendo y muriendo,
sin comer, apreté los dientes para no recibir
ni siquiera la sopa o el agua. No volvió, no volvió,
y poco a poco me quedé muerta, y me enterraron:
aquí, en el cementerio de la oficina salitrera,
había en esa tarde hecho un viento de arena,
lloraban los viejos y las mujeres y cantaban
las canciones que tantas veces canté con ellos.
Si hubiera podido, habría mirado a ver si estaba
Antonio, mi marido, pero no estaba, no estaba,
no lo dejaron venir ni a mi muerte: ahora,
aquí estoy muerta, en el cementerio de la pampa
no hay más que soledad en torno a mí, que ya no existo,
que ya no existiré sin él, nunca más, sin él.
***

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